lunes, 6 de julio de 2020

Lo que palidece (1)

Primera parte

El reloj analógico marcaba las tres de la mañana, y la pantalla del ordenador parpadeaba en ráfagas intermitentes en la negrura de la habitación. Julio aporreaba las teclas consultando de reojillo unos papeles que tenía en el regazo. Ese año la Declaración de la Renta se había convertido en un desbarajuste que amenazaba con tragarse su puesto de trabajo, y no podía seguir aplazando un solo día más el ponerse manos a la obra. Su jefe había mandado instalarle un teléfono en el escritorio de casa, y los clientes, asustados, indecisos e irritados por la situación que se estaba viviendo, no paraban de llamar como náufragos con cobertura para preguntar si se retrasarían los impuestos, o tendrían que pagarlos igualmente, aunque las cajas registradoras de sus negocios llevaran meses cogiendo polvo. Julio se desperezó estirando los brazos a la par que bostezaba. Pese a que los ojos le escocían, y los últimos resquicios de la humanidad se fundían con el silencio crepuscular, no podía irse a la cama. “Uno más, y se acabó”, se dijo a sí mismo. Su gato Riujo, onomástica deudora de un anime que veía en sus años de universitario, dormía plácidamente en el cojín rojo abombado que tenía a los pies de su silla. A Julio le tranquilizaban los ligeros ronroneos que se le escapaban en sueños, probablemente producto de una persecución ratonil que se alargaba por un prado de hierba verde. Julio se encendió un cigarrillo, y volvió al trabajo, frotándose los ojos medio entornados. El oftalmólogo le había prohibido trabajar a oscuras, ya que en su ojo derecho tenía Queratocono, una enfermedad por la que podría quedarse tuerto. Sin embargo, encender la luz sí que traería consecuencias nefastas e inmediatas; como si al accionar el interruptor, disparara una bengala en mitad de una batalla nocturna, en la que centenares de mosquitos acechaban sedientos de sangre. 

Julio tanteó distraídamente con la mano la superficie del escritorio, cayendo, al no encontrar la calculadora que buscaba, en que no estaba en su oficina, sino en su casa, y que la disposición de los materiales era distinta. Soltó una carcajada que hizo que Riujo lo mirase con extrañeza, y Julio se quedó embobado mirándolo respirar. Un resorte saltó en su cerebro, secuestrado de pronto por los vericuetos del recuerdo, retrocediendo varias semanas hasta verse sentado en la mesa de su oficina; los clientes empezaron a llegar preguntando que qué iba a pasar. Sus rostros desvaídos y macilentos lo dejaron perplejo. “¿Qué es lo que pasa?”, les preguntaba, hecho del que se arrepentía al ver cómo los ojos desorbitados e incrédulos de los clientes le devolvían un reflejo apático. “¿Es que no ves la tele?”, le llegó a preguntar uno de ellos. Lo cierto era que Julio sentía cierta abulia y desinterés por el mundo en general, y prefería leer cómics y cocinar comida sana, a envenenarse con lo que pasara fuera de las paredes de su casa. Por lo visto, un virus al que muchos habían subestimado, estaba diezmando a la población mundial. En las noticias y periódicos hablaban de contagios en masa, y pronosticaban millones de muertes. Julio se quedó paralizado, escarcuñando en el rostro de los clientes cualquier atisbo de risa o burla que desvelara las cámaras ocultas. Pero nadie salió de detrás de los muebles gritando inocente, y aplaudiendo por la reacción de pazguato que había tenido. El jefe se adelantó a las recomendaciones del gobierno, y ordenó a todos que se quedaran en casa, teletrabajando. Al principio fue un caos. Todos los clientes lo llamaban a él, porque era en quien más confiaban para resolverle las dudas. Pero la carga de trabajo comenzaba a ser apabullante, y tenía que rascarle horas a la noche para ofrecérselas al día ya desaparecido. Por insólito que pareciera, se había acostumbrado a ese ritmo desenfrenado; a las llamadas a todas horas, la acumulación de papeleo que dejaba en el rincón de la habitación, y a la apresurada y quejumbrosa sirena de ambulancia que resonaba en la calle cada dos por tres.

Sacado de su camastro, Riujo se levantó de repente y fue hacia el umbral de la puerta abierta, quedándose atentamente mirando al pasillo que conducía al salón. 

-¿Qué ves? -le preguntó Julio, acuciado por la creencia de que los animales veían un mundo muy distinto al de los humanos.

El gato seguía concentrado en lo que fuera que hubiera percibido su iris, y Julio tuvo que levantarse para echar un vistazo al pasillo. En él no había nada. Como tantas otras veces, cogió al gato en brazos, creyendo que con eso bastaría para sacarlo del trance, pero el felino rebulló y saltó de su regazo, corriendo hacia el punto que tanto había captado su atención nada más tocar el suelo. La madera de la tarima crujió, y con ella, el edificio pareció cobrar vida rechinando con su habitual desparpajo; el motor del ascensor, portazos, el viento silbando por las ventanas, ronquidos, el volumen distante de un televisor… Julio miró a su ordenador, el cual parecía llamarle de vuelta al trabajo, pero encendió la luz del pasillo, y fue al salón. Mientras recorría el pasillo, su cerebro lo torpedeó con fragmentos de su infancia, reminiscencias de un pasado tan remoto, que parecía pertenecer a una vida aparte, y para la que habían pasado mucho más que solo veintidós años. Julio se vio en la casa de campo de la familia; en ese pasillo estrecho, húmedo y frío, con las paredes de cal blancas, y marcos en los que fotos de familiares ya muertos pendían exánimes, el bailoteo de los robles con el viento, y el tañido de la vieja polea del pozo. Cuanto más avanzaba por los recovecos de la infancia en familia, más intensa era la sensación de una presión agolpada en la garganta, que le impedía respirar bien. Julio, de vuelta al pasillo de su piso, dio los últimos pasos que le quedaban para llegar al salón en apenas dos zancadas, encendiendo antes la luz. Para su sorpresa, allí no había nadie, tan solo Riujo sentado en el apoyabrazos del sofá, moviendo la cola y mirando absorto a la angustiosa invisibilidad de lo imperceptible. Como muchas otras veces, Julio le tiró de la punta de la cola, hecho que solía ser el detonante de un jugueteo del que salía con algún que otro arañazo en la mano. Esta vez se quedó con la provocación en la punta de los dedos, y, sintiéndose ridículamente avergonzado, apagó la luz, y se fue a la cocina a llenarse un vaso de zumo. 

¿Qué era lo que le había pasado esa vez en la casa de verano de la familia? Era una noche de bochorno. Las chicharras y los grillos parecían soflamar el calor con sus chirríos, y la luna, llena y radiante en mitad del mar celeste, desplegaba su blancura mortecina como seda plateada. El esmirriado Julio de nueve años fue a la cocina a por un vaso de agua, y quizá a por el abanico de su difunta abuela, que tan grata sonrisa hacía florecer en los labios de su madre. Lo encontró en la mesa de madera del salón; un abanico que olía a polvo, y con agujeros como testigos del uso imperante que se le había dado. Al recogerlo, notó algo a su espalda, y el ahogo que le oprimía la garganta se recrudeció como si unas manos le estuvieran estrangulando. Miró a todas partes, y en una de las esquinas la vio, sentada en una silla. No había conocido a su abuela en persona, pero sí que la había visto incontables veces en el retrato de boda que tenía su madre en la cómoda de casa. La juventud y lozanía de las que presumía orgullosa en las fotos de boda, se habían marchitado, y lo que ahora veía era la imagen de una mujer vieja, con el pelo canoso, los pechos caídos, y el vientre abultado. Y no era que sintiese miedo. Su abuela le sonreía con cariño, con lágrimas en los ojos, y se abanicaba con el mismo abanico que instantes antes había sostenido en sus manos. Por descontado que Julio salió corriendo, gritando como un energúmeno, y yendo a despertar a su madre con la promesa alborozada de que había visto a la abuela. La bronca que le cayó esa noche fue buena. No tanto por haberse inventado la visita de la abuela, fugaz ya que no se encontraba donde juraba haberla visto, sino por haber reavivado el dolor de su ausencia, con ese encuentro imposible. 

Cogió el vaso de zumo, y salió de la cocina de su piso. Aquella noche, por cosas de la vida, había luna llena, y el polvo imantado del pequeño satélite había convocado una alucinación que no podía ser más que eso. Julio apretó el vaso con fuerza, sintiendo cómo la garganta se le estrechaba. En el sofá, junto a su gato, había un hombre mayor, de rictus cadavérico, demacrado, e hinchado. Unas cintas le ataban un respirador artificial a la cara, y vestía con una bata de hospital. En la muñeca tenía una etiqueta amarilla, y estaba mirando la televisión apagada, quizá entretenido viendo su propio reflejo en el cristal. A Julio se le resbaló el vaso de su mano torpe, y cayó al suelo con gran estrépito. El hombre ladeó el cuello, y se quedó mirándolo fijamente. Sus ojos chisporroteaban con apremio. A diferencia de lo que había sucedido con su abuela, aquel hombre no sonreía, sino que se le veía triste. Con una cadencia pasmosa, se llevó una mano al pecho, y se sacó de debajo de la bata una cadena. Se la mostró a Julio, queriendo recalcar un mensaje que no podría repetir nunca más, pero que debía quedar muy claro. El hombre se echó hacia delante, mostrando con más ahínco la cadena, hecho que asustó a Riujo, que de un salto se bajó del sofá y se fue a una esquina del salón. Julio se debatía en su interior con sentimientos encontrados; para empezar, no era posible que hubiera nadie en su piso. Vivía solo desde que se fuera de casa de sus padres. Mucho menos un hombre mayor al que no había visto en su vida, y que se obcecaba en enseñarle un objeto que le colgaba del cuello. Pero su figura irradiaba algo tan, real…

Julio no pudo soportar más aquella visión en penumbra, y se deslizó a su derecha para encender la luz del salón, relegando el pálido resplandor de la luna al exterior de la ventana. Nuevamente, allí no había nadie. Riujo se aventuró a volver al sofá, olisqueando el hundimiento que aún perduraba en los cojines. Julio lo acompañó en la expedición, pero antes volvió a apagar la luz, para ver si la idea que se había hecho de los fantasmas en las películas de miedo coincidía con la realidad de lo que estaba viendo. El anciano no volvió a aparecer, y prefirió dejar la luz dada. Ya empezaba a decirse que llevaba muchas horas trabajando frente al ordenador, cuando vio un objeto que rutilaba sobre la mesa que había frente al sofá. Se acercó y no pudo dar crédito a lo que veía; era una cadena de oro, con una alianza en la que se leían dos siglas, M y L, Abril 1955. Julio lo cogió. Aún estaba caliente, como si recientemente hubiera estado en contacto con el calor que emanaba de un cuerpo vivo. Se quedó sentado en el sofá, dándole vueltas a lo que había visto, y preguntándose hasta qué punto era posible.

No hay comentarios:

Publicar un comentario