jueves, 16 de julio de 2020

Lo que palidece (2)

Segunda Parte


Pasaron varios días, y, pese a que lo intentaba, Julio no podía despegar de su mente ese almizcle infortunado de pesadilla. Se repetía a sí mismo, una y otra vez, que aquello que había visto era algo horroroso, evanescente e ininteligible; una llamada de atención de su cerebro menguado y adormilado por la falta de descanso. Pero por más que se esforzaba, no podía pasar por alto que la cadena seguía estando en su piso, guardada en uno de los muebles del salón. ¿Y cómo hacer como si nada, si cada vez que iba a la cocina escuchaba a ese objeto revolverse endemoniado dentro del cajón? De seguro, por las últimas pataletas perpetradas en su encarcelamiento, que tenía vida propia; una vida infausta e insidiosa, pero vida a fin de cuentas. Riujo, después de ser la vanguardia en la expedición de rastreo, y de hallar al huésped indeseable, se retiró al remanso que era su cojín rojo, como si nada de lo que hubiera ocurrido fuera con él.   

Tan enfrascado estaba Julio en sus cavilaciones, que dio un respingo cuando sonó el teléfono a su lado. Lo descolgó, creyendo que sería el jefe con un humor de perros por haberlo pillado pensando en las musarañas, pero se sorprendió al escuchar la voz de su madre. Quería saber cómo estaba, y también decirle que el tito Miguel, de Valencia, había contraído el virus, pero no había de qué preocuparse; se encontraba en su casa, en buen estado, y con los cuidados permanentes de la tita Ana, esposa diligente y apasionada. Sin embargo, había un deje de desasosiego en su voz, un hilillo por el que se podía denotar una intranquilidad fuera de lugar. ¿Qué te pasa, mamá? Le preguntó. Ella respondió sin ambages, agradecida por la caída del telón de excusas, y el abordaje despiadado al barco de la confesión. ¿Te acuerdas de la noche en que me despertaste en la casa de verano diciendo que habías visto a la abuelita? Julio contrajo el rostro. No soportaba que un adulto, en presencia de otro adulto, pronunciara diminutivos tan flagrantemente infantiloides para endulzar, o quitarle hierro, a algo delicado. Sí me acuerdo, contestó lacónicamente. La madre respiró aliviada al saber que no tendría que dar muchas explicaciones. “Anoche se me presentó en sueños… Me dijo que te diera un mensaje, y cito textualmente; ayúdalo, Julio… 

Tras colgar el teléfono, y prometerle a su madre que se mantendría al margen, si la arenga premonitoria de la abuela tenía algún sentido para él, se puso a rebuscar en la libreta de contactos. El primer lugar al que llamó fue al registro civil, pero el ayuntamiento estaba desbordado, y no podía pararse a tramitar una petición tan fuera de lugar como la suya. Sin darse por vencido, gastó la mejor bala que tenía en la recámara; Roberto Malpica, amigo suyo desde los diez años, cliente de la gestoría en la que trabajaba, y director general del Virgen de las Nieves, el hospital más grande de Madrid.  
 
-¿Julio? Me pillas en mal momento… -dijo un Roberto al que se le notaba cansado. 

-Oye, Roberto. Sé que te parecerá extraño, pero, ¿podrías hacerme un favor?

Al otro lado del teléfono se oyó un suspiro ahogado.

-¿De qué se trata? Estoy hasta arriba de trabajo…

-¿Por casualidad no tendrías un matrimonio de ancianos, cuyas iniciales fueran M y L, y se hubieran casado en abril de 1955?

Esta vez el hilacho de voz que soltó su amigo fue de sorpresa. 

-¿Cómo? -contestó.

-Ya sé que parecerá raro, pero te prometo que no es nada grave. Es solo que tengo algo que les pertenece, y quería devolvérselo…

Durante unos segundos, en los que se podían escuchar los pensamientos de Roberto, se pudo apreciar la lucha que se estaba produciendo en su interior. Conocía a Julio de toda la vida, y sabía que era una persona normal, incluso aburrida y anodina, y lo último que haría sería meterle en un lío. Si le estaba pidiendo que infringiera las reglas, sería por una buena razón. Roberto asintió, y luego respondió súbitamente que miraría en el registro de ingresos al darse cuenta que hablaba por teléfono, y Julio no podía verle asentir.

-Mira también en las defunciones -le espetó Julio antes de colgar, para no tener que enfrentarse a las preguntas que le descerrajaría Roberto a tenor de eso último. 

Se quedó sentado en el sofá. Como casi siempre, Riujo se subió a su regazo, viendo aquella posición como una invitación formal a la siesta matutina. Pero para Julio, ese peso extra era insignificante en comparación con la presión que sentía sobre la cabeza; era de locos pensar que solo dos noches antes aquel anciano blanquecido e instigado por la urgencia, había estado sentado justo donde él, dejando una sensación lúgubre en el ambiente. Julio se levantó, haciendo que Riujo tuviera que maniobrar en el aire para caer de pie, y fue a la cómoda sobre la que estaba el televisor apagado. Abrió el primer cajón, y sacó el collar que le dejó el anciano; el anillo brillaba con una intensidad remarcable. Las iniciales eran inequívocas; M y L, Abril de 1955. 

Como no había otra cosa que hacer, volvió a su escritorio de trabajo. Podía ver el rostro furibundo y enrojecido de su jefe al enterarse que había estado holgazaneando en horario de trabajo. Riujo siguió los pasos de su dueño, sabiendo que le esperaba su cojín rojo en el mismo sitio de siempre. 

Con una rapidez extrema, la emoción de la investigación se disipó para dar paso a la rutina de siempre, en una alianza que vaticinaba un descenso gradual e inexorable hasta los casi setenta años, cuando ya te habías acostumbrado a no hacer nada divertido en tu vida, y tanto tiempo libre acababa matándote. Sin embargo, Julio lo soportó con estoicismo; atesorando en silencio la esperanza de que en cualquier momento podría llamarle Roberto. Si hay algo peor a que no te suene el teléfono cuando esperas una llamada, es que te suene a todas horas, sin ser lo que esperabas; clientes saturados que vociferaban cuando no escuchaban lo que querían escuchar. Julio dejó en un rincón de su mente las pesquisas sobre el anciano, y a las doce de la noche, cuando estaba recogiendo la mesa, sonó el teléfono como una jauría de perros salvajes. 

-¿Sí? 

-¿Julio? Soy yo, Roberto. He estado mirando lo que me pediste -de nuevo ese resoplido abotargado-. Hay muchos ancianos con esas iniciales; matrimonios que han ingresado juntos, y han fallecido, y algunos que siguen en coma, intubados y separados.

-Está bien -contestó Julio, resignado-. ¿Y has comprobado si alguno se casó en el 55?

Esta vez, la voz de Roberto sonó mucho más insegura. 

-También he hecho eso… Mira Julio, si me pillan, me puede caer una buena…
Pero Julio cortó de raíz cualquier insurrección de comedimiento y buena praxis ahora que parecía haber descubierto algo interesante. 

-¿Cuántos has encontrado que se casaran en el 55?

-Un matrimonio -respondió su amigo.

-¿Cómo se llaman?

Roberto sopló al auricular como si quisiera que su aliento viajara a través del cable para transmitirle a Julio lo fuera de lugar que estaba todo aquello. 

-Mario y Lola. Ambos están ingresados, ella en planta, él está en coma, en estado crítico. No creo que pase de esta noche.

-¿Mario y Lola?

Riujo comenzó a recorrer en zigzag los tobillos de Julio, a restregarse el pelaje contra el pantalón y a golpetear con la cola sus espinillas. Era como si aquellos dos nombres hubieran despertado los engranajes atávicos del sexto sentido del gato. 

-Voy para allí -dijo Julio colgando el teléfono.

Si se hubiera dejado el auricular en la oreja, habría oído la sarta ímproba y consternada de Roberto por evitar que fuera al hospital, pero Julio ya estaba poniéndose las zapatillas, y saliendo del piso a prisa y corriendo, cogiendo antes el símbolo que de prestado le había confiado el anciano. 

La calle era un desierto de asfalto en el que no circulaba ningún coche, y tan solo algunos taxis recorrían la carretera como calaveras sobre ruedas. Julio se montó en el primero que vio, tras unas cuantas calles andadas. Las farolas alumbraban en círculos luminosos una realidad que se antojaba gris y sucia, como si todo hubiera sido manchado por una pátina de podredumbre que no saliera ni con el sol más cálido. El hospital, cuyos focos, de luz angelical y a raudales, no conseguían soslayar la truculencia que se estaba viviendo. La entrada era un maremágnum de ambulancias que llegaban con las sirenas rotando en vórtices de aversión. Sanitarios salían a recoger los fardos encorsetados en camillas que salían de los intestinos de los vehículos, y poco espacio quedaba, con este trasiego, para el cordial respirar de los que no tenían nada que hacer allí. 

Julio se bajó del taxi, soportando la mirada escrutadora del chófer. En la vorágine de la entrada, había dos guardias de seguridad que se abalanzaron contra él en cuanto lo vieron acercarse. 

-No puede estar aquí, señor. Es zona de alto contagio. 

-Vengo a ver a Roberto. Roberto Malpica. He quedado con él.

Pero los seguratas no daban su brazo a torcer. Las órdenes estaban claras, y no iban a jugarse el puesto por un desconocido que tenía pinta de loco. 

-¡He venido a ver a Roberto! ¡Roberto Malpica! -seguía gritando Julio, mientras los seguratas levantaban un muro de carne y músculo infranqueable-. Tengo que encontrar a Mario y Lola. ¡Tengo su anillo!

Julio miró impotente a los de seguridad. No había nada que hacer. Cerca de él, se fijó en que había un grupo de personas, un hombre con entradas, y una larga barba, y una mujer mayor que él, con el pelo largo y rizado, que lo miraban indiscretos. Cohibido, Julio decidió que ya había hecho el ridículo el tiempo suficiente. Se metió la mano en el bolsillo, tocando la alianza que desgraciadamente no había podido devolver a su dueño legítimo, y emprendió el camino de vuelta. Sin embargo, el hombre y la mujer se acercaron a él.

-Perdona que te moleste -dijo el hombre-, pero hemos escuchado que decías algo sobre Mario y Lola.

Julio se quedó mirándolos, siendo el silencio la respuesta que estaba dispuesto a dar. El hombre continuó.

-Mis padres se llaman así. Mario y Lola. ¿Los conocías de algo? 

Las mandíbulas de Julio, que no se habían quedado tan atónitas como su cerebro, se movieron hacia arriba y abajo, trabajando conjuntamente con la lengua para dar forma a los sonidos  que salían reptando de su garganta.

-No, bueno sí. No sé…

-No entiendo -acabó admitiendo el hombre.

-No conocí a vuestra madre, solo a vuestro padre. Pero, no en persona. Se… se presentó en mi casa. 

Ambos se miraron interrogantes. Esta vez fue la mujer quien habló.

-¿Fue mi padre a tu casa? ¿A qué?

-Se presentó hace dos días, y me dio esto.

Julio se sacó del bolsillo la alianza, y se la entregó a los dos hermanos, que miraron sin dar crédito a lo que había caído en sus manos como llovido del cielo.

-No es posible -dijo ella, con lágrimas en los ojos. 

El llanto se hizo tormento en sus cuencas, apretando con fuerza el anillo contra su pecho. Fue el hombre quien expresó con palabras el dolor que su hermana solo podía aliviar con lágrimas. 

-Mi padre ha muerto esta noche. Antes de venir aquí, nos dijo que se había dejado el anillo en casa, que lo buscáramos, y se lo diéramos a mamá. Pero no lo encontramos. Lo creíamos perdido. ¿Cómo… cómo es posible que lo tengas? 

-No lo sé. Desde que soy niño soy algo más, sensitivo que el resto. Vuestro padre me lo dejó en mi mesa…

Julio sintió una tremenda paz interior. Había hecho lo correcto, y fuera lo que fuese que había recurrido a él para solucionar ese asunto, se había ido contento a la otra vida. Se dio la vuelta, sabiendo que las explicaciones serían siempre insuficientes, y que era mejor dejar a los hermanos lidiando con sus emociones. Julio notó una mano que le cogía del antebrazo. Se dio la vuelta y vio que era la mujer, lanzándole destellos rutilantes desde los dos orbes que eran sus ojos. 

-Gracias -dijo, dándose la vuelta y volviendo al lado de su hermano.

Ya en casa, Julio dejó las llaves en el cuenco de la entrada, y al entrar en el salón, vio que Riujo estaba sentado en el apoyabrazos del sofá, moviendo la cola y mirando fijamente a un punto del sofá...  

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