jueves, 23 de julio de 2020

¡Bienvenidos a la Hermandad de la Uva!

¡Bienvenidos a la Hermandad de la Uva! Sentaos, por favor. Cualquier sitio es bueno, conque podáis escuchar bien esta historia, y cuente con una mesa firme y estable en la que posar vuestra copa de Angelo Musso. Esta hermandad no tiene normas, al menos no unas que sean especialmente estrictas. Basta con no ser nativo de este país, o lo que es lo mismo, que tu familia sea inmigrante. De Europa, a ser posible. Y si es Italia, Polonia o un país del Este decente, nos vale. ¿De dónde dices? Perdona, mi oído me chirría más que una cascarria de feria. Ah, vale, de España. ¿Los aceptamos? Muy bien. Podéis sentaros. Eso sí, espero que os guste el vino. En este pueblo nos surten los viñedos del buen Angelo Musso. Es un hombre tranquilo, disfruta de la soledad de sus tierras, y de los cachetazos furtivos que le propina en el pandero a la muchacha que cuida de él. Es mudo, y no te creas que no se queja. Es tozudo, como todos los que se han ganado la vida con trabajo. Un buen hombre ha de serlo. En fin. Te traigo una copa, ¿no? Y mientras te voy contando de qué va todo esto.

John Fante fue un escritor estadounidense de los de pura cepa, es decir, de los que habían nacido en una familia extranjera. Su padre era de los Abruzzos, una zona montañosa del sur de Italia. Allí el terreno era tan árido como las personas, y el padre de John no iba a ser menos. Era obrero, y tragaba vino con más asiduidad que su propia saliva. Un borracho, pero bueno de corazón. La madre también era de ascendencia italiana, pero se había criado en los Estados Unidos. Y de esta unión matrimonial salió un John que sería el primero de cuatro hermanos. Le costó abrirse hueco en el mundo de la literatura. Más teniendo en cuenta que su padre era albañil, y denostaba cualquier trabajo que se alejara del sudor y el esfuerzo, y tuviera que llevarse a cabo sentado en una silla. Como se os ve en la cara, me atreveré a asumir que a vosotros os gustan los escritores ácidos, sarcásticos e irreverentes, de esos que no tienen pelos en la lengua, y no se cortan en contar partes de su vida privada. John Fante plasmó con exquisita dedicación retazos de su vida, que iba adornando con hechos ficticios. Su serie más famosa, la saga de Arturo Bandini, es la que le dio la fama. Pregúntale al polvo, en concreto, fue el que le deparó unas críticas más notorias. Trata sobre los comienzos de Arturo Bandini. Cómo abandona el seno familiar, y decide irse a Hollywood, a probar suerte escribiendo para revistas. En ese trasiego, se enamora de una mujer que no lo corresponde, y la desdicha platónica, se una al fracaso literario. Es una historia cojonuda, de verdad. Os la recomiendo, a vosotros que se os ve de los que queréis comeros el mundo. Pero no estoy aquí para hablaros de esas novelas. Estoy aquí para hablaros de La Hermandad de la Uva. La mejor, en mi opinión. 

En ella, John narra la vida familiar que tuvo que soportar. Un padre emigrante, nostálgico por sus tierras escarpadas; los Abruzzos italianos. Dipsomaníaco, dado al despilfarro en el único bar del pueblo, y a montar escándalos cuando iba más borracho que una cuba, que solía ser muy a menudo. Esta me gusta en especial, porque se ve que casi todo lo que sucede en ella está basado en vivencias reales, y el pobre de John no lo tuvo que pasar muy bien. Su madre era una mujer cristiana hasta la médula, de esas que creían que todo podía solucionarse con rezos, y una buena comida. En el manuscrito también son cuatro hermanos, y cuenta cómo uno de ellos, el alter ego de John Fante, escritor también, ha de volver a casa de sus padres cuando estos van a separarse. Sus tres hermanos le dicen que él es el mayor y, por tanto, el que tiene el problema. Los otros; un empleado del banco que ve cómo su puesto se tambalea por la bochornosa reputación de su padre, luego una hija que vive en la casa de al lado, casada y desentendida de los asuntos familiares porque tiene su propia familia, y por último un hijo cuyo sueño vio echado por tierra cuando un equipo de béisbol quería ficharlo para jugar en la liga profesional, pero que no pudo al encontrarse una resistencia feroz del padre a firmar los papeles. Estos tres hermanos, resentidos e implacables, obligan al hermano mayor, escritor, a volver a casa. Una vez llega, sus padres se reconcilian, y le invitan a pasar unos días con ellos. Ahí el protagonista se da cuenta de que todo era una artimaña para que volviera. Y es que su padre, maestro de construcción, tiene un trabajillo chanchullero con un hombre que quiere construir una cámara de ahumar en su hotel. El padre está viejo, jubilado y exhausto, y necesita a alguien más joven para cargar las piedras. Es como un perro derrengado que mueve la cola cuando ve que alguien sale a la calle, pero no hace amago de levantarse del suelo para seguirlo porque su energía se secó hace tiempo. Al final el hijo accede, y se embarca en una aventura de acercamiento, comprensión y reconciliación, que acaba de forma abrupta, pero cuyo final tiene muchísimo significado oculto. Me gustaría comentároslo, pero sé que perderíais el interés si lo supierais, y por eso mantendré mi bocaza cerrada. 

Para terminar, deberíais saber cómo acabó el pobre John Fante. No alcanzó la fama que se merecía mientras vivía. Tenía diabetes, igual que su padre de la ficción en la Hermandad de la Uva, y por ello, tuvieron que amputarle ambas piernas. Al final de su vida perdió la vista. Tullido y ciego, compuso su última obra en su cabeza, y se la fue dictando a su mujer. Tan magistral era su virtud, que no necesitaba más que de su mente para crear algo fantástico. Murió sin reconocimiento, y a posteriori, gracias a Charles Bukowski, el cual admitió que su gran inspiración había sido John Fante, comenzó a adquirir la fama que se merecía. Es una lección que todos vosotros, jóvenes alocados, orgullosos e ignorantes, debéis grabaros a fuego en la cabeza. Hacer las cosas bien, tener talento, y destacar, son cosas que no siempre van de la mano. Así que no cejéis en vuestro empeño, y seguid con lo que os propongáis. Mientras haya una buena copa de Angelo Musso, y sepáis apartar a los bribones que vienen a chuparos la sangre, estaréis bien. Marchaos ya. Yo me quedo aquí. Este es mi lugar.     

jueves, 16 de julio de 2020

Lo que palidece (2)

Segunda Parte


Pasaron varios días, y, pese a que lo intentaba, Julio no podía despegar de su mente ese almizcle infortunado de pesadilla. Se repetía a sí mismo, una y otra vez, que aquello que había visto era algo horroroso, evanescente e ininteligible; una llamada de atención de su cerebro menguado y adormilado por la falta de descanso. Pero por más que se esforzaba, no podía pasar por alto que la cadena seguía estando en su piso, guardada en uno de los muebles del salón. ¿Y cómo hacer como si nada, si cada vez que iba a la cocina escuchaba a ese objeto revolverse endemoniado dentro del cajón? De seguro, por las últimas pataletas perpetradas en su encarcelamiento, que tenía vida propia; una vida infausta e insidiosa, pero vida a fin de cuentas. Riujo, después de ser la vanguardia en la expedición de rastreo, y de hallar al huésped indeseable, se retiró al remanso que era su cojín rojo, como si nada de lo que hubiera ocurrido fuera con él.   

Tan enfrascado estaba Julio en sus cavilaciones, que dio un respingo cuando sonó el teléfono a su lado. Lo descolgó, creyendo que sería el jefe con un humor de perros por haberlo pillado pensando en las musarañas, pero se sorprendió al escuchar la voz de su madre. Quería saber cómo estaba, y también decirle que el tito Miguel, de Valencia, había contraído el virus, pero no había de qué preocuparse; se encontraba en su casa, en buen estado, y con los cuidados permanentes de la tita Ana, esposa diligente y apasionada. Sin embargo, había un deje de desasosiego en su voz, un hilillo por el que se podía denotar una intranquilidad fuera de lugar. ¿Qué te pasa, mamá? Le preguntó. Ella respondió sin ambages, agradecida por la caída del telón de excusas, y el abordaje despiadado al barco de la confesión. ¿Te acuerdas de la noche en que me despertaste en la casa de verano diciendo que habías visto a la abuelita? Julio contrajo el rostro. No soportaba que un adulto, en presencia de otro adulto, pronunciara diminutivos tan flagrantemente infantiloides para endulzar, o quitarle hierro, a algo delicado. Sí me acuerdo, contestó lacónicamente. La madre respiró aliviada al saber que no tendría que dar muchas explicaciones. “Anoche se me presentó en sueños… Me dijo que te diera un mensaje, y cito textualmente; ayúdalo, Julio… 

Tras colgar el teléfono, y prometerle a su madre que se mantendría al margen, si la arenga premonitoria de la abuela tenía algún sentido para él, se puso a rebuscar en la libreta de contactos. El primer lugar al que llamó fue al registro civil, pero el ayuntamiento estaba desbordado, y no podía pararse a tramitar una petición tan fuera de lugar como la suya. Sin darse por vencido, gastó la mejor bala que tenía en la recámara; Roberto Malpica, amigo suyo desde los diez años, cliente de la gestoría en la que trabajaba, y director general del Virgen de las Nieves, el hospital más grande de Madrid.  
 
-¿Julio? Me pillas en mal momento… -dijo un Roberto al que se le notaba cansado. 

-Oye, Roberto. Sé que te parecerá extraño, pero, ¿podrías hacerme un favor?

Al otro lado del teléfono se oyó un suspiro ahogado.

-¿De qué se trata? Estoy hasta arriba de trabajo…

-¿Por casualidad no tendrías un matrimonio de ancianos, cuyas iniciales fueran M y L, y se hubieran casado en abril de 1955?

Esta vez el hilacho de voz que soltó su amigo fue de sorpresa. 

-¿Cómo? -contestó.

-Ya sé que parecerá raro, pero te prometo que no es nada grave. Es solo que tengo algo que les pertenece, y quería devolvérselo…

Durante unos segundos, en los que se podían escuchar los pensamientos de Roberto, se pudo apreciar la lucha que se estaba produciendo en su interior. Conocía a Julio de toda la vida, y sabía que era una persona normal, incluso aburrida y anodina, y lo último que haría sería meterle en un lío. Si le estaba pidiendo que infringiera las reglas, sería por una buena razón. Roberto asintió, y luego respondió súbitamente que miraría en el registro de ingresos al darse cuenta que hablaba por teléfono, y Julio no podía verle asentir.

-Mira también en las defunciones -le espetó Julio antes de colgar, para no tener que enfrentarse a las preguntas que le descerrajaría Roberto a tenor de eso último. 

Se quedó sentado en el sofá. Como casi siempre, Riujo se subió a su regazo, viendo aquella posición como una invitación formal a la siesta matutina. Pero para Julio, ese peso extra era insignificante en comparación con la presión que sentía sobre la cabeza; era de locos pensar que solo dos noches antes aquel anciano blanquecido e instigado por la urgencia, había estado sentado justo donde él, dejando una sensación lúgubre en el ambiente. Julio se levantó, haciendo que Riujo tuviera que maniobrar en el aire para caer de pie, y fue a la cómoda sobre la que estaba el televisor apagado. Abrió el primer cajón, y sacó el collar que le dejó el anciano; el anillo brillaba con una intensidad remarcable. Las iniciales eran inequívocas; M y L, Abril de 1955. 

Como no había otra cosa que hacer, volvió a su escritorio de trabajo. Podía ver el rostro furibundo y enrojecido de su jefe al enterarse que había estado holgazaneando en horario de trabajo. Riujo siguió los pasos de su dueño, sabiendo que le esperaba su cojín rojo en el mismo sitio de siempre. 

Con una rapidez extrema, la emoción de la investigación se disipó para dar paso a la rutina de siempre, en una alianza que vaticinaba un descenso gradual e inexorable hasta los casi setenta años, cuando ya te habías acostumbrado a no hacer nada divertido en tu vida, y tanto tiempo libre acababa matándote. Sin embargo, Julio lo soportó con estoicismo; atesorando en silencio la esperanza de que en cualquier momento podría llamarle Roberto. Si hay algo peor a que no te suene el teléfono cuando esperas una llamada, es que te suene a todas horas, sin ser lo que esperabas; clientes saturados que vociferaban cuando no escuchaban lo que querían escuchar. Julio dejó en un rincón de su mente las pesquisas sobre el anciano, y a las doce de la noche, cuando estaba recogiendo la mesa, sonó el teléfono como una jauría de perros salvajes. 

-¿Sí? 

-¿Julio? Soy yo, Roberto. He estado mirando lo que me pediste -de nuevo ese resoplido abotargado-. Hay muchos ancianos con esas iniciales; matrimonios que han ingresado juntos, y han fallecido, y algunos que siguen en coma, intubados y separados.

-Está bien -contestó Julio, resignado-. ¿Y has comprobado si alguno se casó en el 55?

Esta vez, la voz de Roberto sonó mucho más insegura. 

-También he hecho eso… Mira Julio, si me pillan, me puede caer una buena…
Pero Julio cortó de raíz cualquier insurrección de comedimiento y buena praxis ahora que parecía haber descubierto algo interesante. 

-¿Cuántos has encontrado que se casaran en el 55?

-Un matrimonio -respondió su amigo.

-¿Cómo se llaman?

Roberto sopló al auricular como si quisiera que su aliento viajara a través del cable para transmitirle a Julio lo fuera de lugar que estaba todo aquello. 

-Mario y Lola. Ambos están ingresados, ella en planta, él está en coma, en estado crítico. No creo que pase de esta noche.

-¿Mario y Lola?

Riujo comenzó a recorrer en zigzag los tobillos de Julio, a restregarse el pelaje contra el pantalón y a golpetear con la cola sus espinillas. Era como si aquellos dos nombres hubieran despertado los engranajes atávicos del sexto sentido del gato. 

-Voy para allí -dijo Julio colgando el teléfono.

Si se hubiera dejado el auricular en la oreja, habría oído la sarta ímproba y consternada de Roberto por evitar que fuera al hospital, pero Julio ya estaba poniéndose las zapatillas, y saliendo del piso a prisa y corriendo, cogiendo antes el símbolo que de prestado le había confiado el anciano. 

La calle era un desierto de asfalto en el que no circulaba ningún coche, y tan solo algunos taxis recorrían la carretera como calaveras sobre ruedas. Julio se montó en el primero que vio, tras unas cuantas calles andadas. Las farolas alumbraban en círculos luminosos una realidad que se antojaba gris y sucia, como si todo hubiera sido manchado por una pátina de podredumbre que no saliera ni con el sol más cálido. El hospital, cuyos focos, de luz angelical y a raudales, no conseguían soslayar la truculencia que se estaba viviendo. La entrada era un maremágnum de ambulancias que llegaban con las sirenas rotando en vórtices de aversión. Sanitarios salían a recoger los fardos encorsetados en camillas que salían de los intestinos de los vehículos, y poco espacio quedaba, con este trasiego, para el cordial respirar de los que no tenían nada que hacer allí. 

Julio se bajó del taxi, soportando la mirada escrutadora del chófer. En la vorágine de la entrada, había dos guardias de seguridad que se abalanzaron contra él en cuanto lo vieron acercarse. 

-No puede estar aquí, señor. Es zona de alto contagio. 

-Vengo a ver a Roberto. Roberto Malpica. He quedado con él.

Pero los seguratas no daban su brazo a torcer. Las órdenes estaban claras, y no iban a jugarse el puesto por un desconocido que tenía pinta de loco. 

-¡He venido a ver a Roberto! ¡Roberto Malpica! -seguía gritando Julio, mientras los seguratas levantaban un muro de carne y músculo infranqueable-. Tengo que encontrar a Mario y Lola. ¡Tengo su anillo!

Julio miró impotente a los de seguridad. No había nada que hacer. Cerca de él, se fijó en que había un grupo de personas, un hombre con entradas, y una larga barba, y una mujer mayor que él, con el pelo largo y rizado, que lo miraban indiscretos. Cohibido, Julio decidió que ya había hecho el ridículo el tiempo suficiente. Se metió la mano en el bolsillo, tocando la alianza que desgraciadamente no había podido devolver a su dueño legítimo, y emprendió el camino de vuelta. Sin embargo, el hombre y la mujer se acercaron a él.

-Perdona que te moleste -dijo el hombre-, pero hemos escuchado que decías algo sobre Mario y Lola.

Julio se quedó mirándolos, siendo el silencio la respuesta que estaba dispuesto a dar. El hombre continuó.

-Mis padres se llaman así. Mario y Lola. ¿Los conocías de algo? 

Las mandíbulas de Julio, que no se habían quedado tan atónitas como su cerebro, se movieron hacia arriba y abajo, trabajando conjuntamente con la lengua para dar forma a los sonidos  que salían reptando de su garganta.

-No, bueno sí. No sé…

-No entiendo -acabó admitiendo el hombre.

-No conocí a vuestra madre, solo a vuestro padre. Pero, no en persona. Se… se presentó en mi casa. 

Ambos se miraron interrogantes. Esta vez fue la mujer quien habló.

-¿Fue mi padre a tu casa? ¿A qué?

-Se presentó hace dos días, y me dio esto.

Julio se sacó del bolsillo la alianza, y se la entregó a los dos hermanos, que miraron sin dar crédito a lo que había caído en sus manos como llovido del cielo.

-No es posible -dijo ella, con lágrimas en los ojos. 

El llanto se hizo tormento en sus cuencas, apretando con fuerza el anillo contra su pecho. Fue el hombre quien expresó con palabras el dolor que su hermana solo podía aliviar con lágrimas. 

-Mi padre ha muerto esta noche. Antes de venir aquí, nos dijo que se había dejado el anillo en casa, que lo buscáramos, y se lo diéramos a mamá. Pero no lo encontramos. Lo creíamos perdido. ¿Cómo… cómo es posible que lo tengas? 

-No lo sé. Desde que soy niño soy algo más, sensitivo que el resto. Vuestro padre me lo dejó en mi mesa…

Julio sintió una tremenda paz interior. Había hecho lo correcto, y fuera lo que fuese que había recurrido a él para solucionar ese asunto, se había ido contento a la otra vida. Se dio la vuelta, sabiendo que las explicaciones serían siempre insuficientes, y que era mejor dejar a los hermanos lidiando con sus emociones. Julio notó una mano que le cogía del antebrazo. Se dio la vuelta y vio que era la mujer, lanzándole destellos rutilantes desde los dos orbes que eran sus ojos. 

-Gracias -dijo, dándose la vuelta y volviendo al lado de su hermano.

Ya en casa, Julio dejó las llaves en el cuenco de la entrada, y al entrar en el salón, vio que Riujo estaba sentado en el apoyabrazos del sofá, moviendo la cola y mirando fijamente a un punto del sofá...  

viernes, 26 de junio de 2020

Vladimir Nabokov; una maestría de la mano de las nínfulas.

Nacido en San Petersburgo, exiliado de Rusia por el bolchevismo, y de Alemania y Francia por el nazismo, fue a parar a los Estados Unidos, donde no permaneció mucho más tiempo del que había pasado dando bandazos por el Viejo Continente. Vladimir Nabokov fue uno de esos genios del Siglo XX que se vio zarandeado por los azares de un mundo que saltaba por los aires, y en el que el olor a pólvora, a desidia y muerte, se entremezclaba con el surgimiento de un tipo de pensador que rechazaba la realidad, y prefería encerrarse en su despedazado mundo interior. En muchas ocasiones, me he parado a pensar por qué razón los escritores del siglo XX son considerados como los mejores de todos los tiempos; ¡¿Qué fue lo que liberó, o incluso desencadenó, tanta creatividad, y tan magnífica?! Y la respuesta es bien sencilla; se vieron obligados a vivir en un mundo que se autodestruía por el odio, el poder, y una cada vez más clara tendencia al terror y la marginación, generando un caldo de cultivo de agonía cuyo tufo se expandió por todos los rincones de Europa. Perdonad por esta pequeña disertación, ya me centro en el tema. 

Vladimir Nabokov creció en una familia aristocrática rusa y, por ende, aprendió a hablar varios idiomas; su lengua natal, el ruso, el francés, idioma de los intelectuales de la época, y el inglés, el idioma de Shakespeare, cuya obra ya había leído en su totalidad a los quince años. Como ya he mencionado más arriba, se pasó toda su juventud huyendo de la persecución política, y de la guadaña afilada con la que el fascismo segó el mundo. A salvo en Estados Unidos, tomó a las palabras como su patria auténtica, y adoptó el inglés como idioma oficial de su nuevo país metafísico. Este hecho propició que muchos coetáneos lo comparasen con Joseph Conrad, autor que renunció a su lengua materna, el polaco, a favor del inglés. A Nabokov esta comparación no le agradó en absoluto, ya que detestaba no a Conrad en sí, sino a cualquier forma de clasificación en lotes, o agrupamientos forzosos de individuos que no tenían nada que ver. En su novela Risa en la Oscuridad, el personaje principal, Albinus, se topa con un escritor infeliz llamado Udo Conrad, y del que dice que aborrece el sonido del tic-tac, y tiene buena mano con las plantas, en una especie de homenaje póstumo de la figura de un Conrad esquivo, huraño y solitario, que se decantó por la naturaleza, antes que por la modernización que trajo consigo el vapor. Una vez más me he perdido en mis divagaciones, habrás de perdonarme, pues soy algo proclive a ellas. Ya me irás conociendo. 

¿Por dónde iba? Ah, ya, estaba introduciéndote a mi querido Nabokov. He tenido la desfachatez y osadía de lanzarme a escribir un artículo sobre él habiéndome leído solo tres novelas suyas; Lolita, Ada o el Ardor, y Risa en la Oscuridad. Sin embargo, y aunque prefiero huir de las generalidades, hay una línea que enhebra los hilachos de toda su producción; la presencia de adolescentes que trastocan significativamente el rumbo de los acontecimientos, para bien, o para mal. Lolita es su obra insigne, su creación más conspicua, y la que le deparó más fama de todas. En ella, narra la atribulada vida de un hombre, Humbert Humbert, que no termina de amoldarse a la mísera desdicha vivencial que le ofrece Europa. Por ello, hace su maleta y “cruza el charco”, para ir a parar a Estados Unidos. Su casera, una solterona por la que no siente ningún tipo de interés, y a la que le ha causado una gran impresión, sobre todo al saber que es profesor, y está soltero, omite un dato crucial para Humbert; tiene una hija adolescente, de trece años, llamada Lolita. Humbert la ve tomando el sol en el jardín de la casa, y se siente raptado por un deseo inefable y sin parangón hacia ella; una atracción que desarma todos los pretextos que se había inventado para excusarse de esa terrible necesidad de poseer a muchachas y dar rienda suelta a sus instintos más perversos y lujuriosos. Humbert se queda con la habitación que le ofrece la mujer, ajena al encantamiento que su hija ha obrado sobre él, y le brinda las mejores atenciones, con la intención de conquistarlo, si acaso éste no es el motivo que hace que ignore los coqueteos que su hija también le dispensa al nuevo inquilino. Humbert, para asegurarse el seguir teniendo acceso a la nínfula que ha encontrado, decide casarse con la mujer, y convertirse en el padrastro de la niña. No entraré en muchos detalles por no fastidiaros una historia cuanto menos audaz e incómodamente erótica. La madre muere en un accidente de coche, y Humbert, va a buscar a la niña a un campamento de verano al que la había mandado la madre. Sus planes, por el contrario, distan mucho de las formalidades paternofiliales, y aprovecha la aparente rebeldía de Lolita, para fugarse con ella, y hacer un viaje en coche por los Estados Unidos. La niña, que en un principio había disfrutado de ese juego de provocación que despertaba en su padrastro, se va dando cuenta del lío en que se ha metido, y urdirá triquiñuelas para poder escapar de su captor. Hay que tener en cuenta que Vladimir Nabokov era un ruso nacionalizado americano, en 1955, en plena Guerra Fría, en una sociedad de moral intachable, y en cuya novela el protagonista, Humbert, era un abominable pedófilo. Es necesario recordar estos datos mientras se leen esas páginas tan magistralmente escritas. 

En Ada o el Ardor, novela mucho más meditada, apacible e intelectualmente rompedora, los dos protagonistas, primos de una familia ricachona rusa afincada en Estados Unidos, transforman sus aburridos veranos en la casa de verano, en un idilio romántico; una relación incestuosa entre bosques y habitaciones cerradas con llave. Aunque los dos protagonistas sean adolescentes más o menos de la misma edad, y su aberración sexual responda a su calidad de primos (siendo en realidad hermanos, hecho que se descubre en las primeras páginas de la novela), y no a la de pedofilia, sí que es cierto que los componentes sexuales prepubescentes de la novela son notorios, y en muchas ocasiones las descripciones son rayanas a la inmoralidad. En esta novela, Nabokov saca a relucir su otra gran pasión aparte de la literatura; la entomología, y más en concreto, el estudio de las mariposas. Ciertamente una novela compleja, con una riqueza expresiva descomunal, y una imaginación desbordante, que deslumbrará a los que se atrevan a echarle el ojo. 

La otra gran novela, Risa en la Oscuridad, es más temprana, escrita en los años treinta, cuando aún vive en Alemania. Se puede apreciar en toda la historia que aquel Nabokov era distinto al que prodigaría su virtuosismo en USA. La historia cuenta la vida de un especialista en arte, coleccionista e intelectual, enamorado de la belleza que narran esos lienzos que capturan la esencia de la vida, y la emoción de lo efímero. Albinus, que así se llama el protagonista, casado y con hija, conoce un día a una mujer enigmática; Margot, de la que se enamora tan perdidamente como de las obras con las que se gana la vida. Tampoco quiero meterme mucho en la historia, pero sí que remarcaré que Albinus es un adulto con la vida resuelta, y Margot una adolescente de dieciséis años; una vez más, una nínfula en los albores de la madurez. 

Con tres novelas leídas y analizadas, en las que las adolescentes juegan papeles tan trascendentales como para dislocar la vida del protagonista hasta el extremo, me gustaría hacer alusión a un hecho que no ha de pasarse por alto; Nabokov leyó de adolescente la obra completa de Shakespeare, autor cuyas creaciones estuvieron muy influenciadas por dos factores; el romanticismo, y un destino empeñado en truncar la felicidad que se procuraban para sí mismos los protagonistas. Y si te paras a pensar un poco sobre la obra de Nabokov, te das cuenta que estos dos componentes, el del romanticismo, y el destino arbitrario y caprichoso, juegan un papel fundamental en sus historias. Tanto en Lolita, como en Ada o el Ardor, y Risa en la Oscuridad, los personajes se ven arrastrados por unos impulsos insoslayables, difíciles de contener, y que los empujan a un abismo del que son conscientes. ¿Y por qué, en ese caso, lo mancilla bajo la sombra de la pedofilia? Quizá sea por todo lo que sucedió en Europa en el siglo XX, y que alteró directa o indirectamente, las mentes de los que encontraron un escape en la escritura. Algo tan bello como el amor, y el destino shakesperianos, imitado por una suerte de espejismo esperpéntico, una versión deforme y perversa producto de las guerras, y las desgracias que trae consigo.

Por mi parte esto es todo. Si sabéis algo de Nabokov que queráis compartir, podéis hacerlo en los comentarios de más abajo. O si lo acabáis de descubrir, os lo recomiendo encarecidamente. Lolita es la obra que os aconsejo para adentraros en su mundo de quimeras frágil y abusivo. 

Nada más amigos. Que paséis un buen fin de semana.

Guillermo Ortiz Higueras